La felicidad como hábito
Ser feliz es una decisión, y se puede aprender. Esta afirmación parece ser temeraria, sin embargo, estudios han demostrado que el contexto en que se vive solo impacta en 10% de la percepción de felicidad de las personas. Otro 40 a 50% de la percepción dice relación con las características innatas o heredadas de cada persona, y el 40% restante responde a la propia actitud de vida que los individuos decidan tener.
Escuchar a Martin Seligman, padre fundador de la psicología positiva, referirse a sí mismo como una persona con tendencia depresiva, parece ser el llamado definitivo a que todas las personas pueden ser felices, independiente de la complejidad de los contextos en los que vivan. Se aprende a ser feliz, pero requiere una especial actitud para hacer de la felicidad tu mejor hábito.
La felicidad como hábito: una elección diaria
La felicidad ha sido objeto de estudio en diversas disciplinas, desde la psicología hasta la neurociencia, en un intento por comprender qué la determina y cómo se puede cultivar.
Si bien las investigaciones han demostrado que la genética y el contexto influyen en el nivel de felicidad de una persona, el factor que más impacto tiene es la propia actitud hacia la vida.
Esto significa que, aunque no podamos cambiar algunos aspectos de nuestra biología o nuestras circunstancias, sí podemos desarrollar hábitos que fomenten el bienestar. La felicidad, lejos de ser un estado fortuito o reservado para unos pocos, puede convertirse en una práctica cotidiana que todos podemos adoptar.
Más allá del destino biológico
Los estudios sobre la felicidad indican que aproximadamente el 40-50% de nuestra capacidad de ser felices está determinada por la genética. Esto significa que algunas personas tienen una predisposición natural a experimentar emociones positivas con mayor facilidad, mientras que otras tienden a ver el mundo desde una perspectiva más pesimista. Sin embargo, esta predisposición genética no es un destino inamovible.
La neuroplasticidad, es decir, la capacidad del cerebro para reorganizarse y adaptarse a nuevas experiencias, sugiere que podemos entrenar nuestra mente para fomentar pensamientos y emociones positivas.
Esto implica que, aunque algunos puedan partir con una ventaja biológica en términos de bienestar emocional, todos tenemos la capacidad de mejorar nuestra felicidad a través de la práctica consciente de hábitos positivos.
La ciencia ha demostrado que actividades como la gratitud, la meditación y el ejercicio físico pueden reconfigurar la manera en que nuestro cerebro procesa las emociones, permitiéndonos desarrollar una mayor sensación de bienestar a lo largo del tiempo.
El contexto no es la clave absoluta
Es común pensar que la felicidad depende de factores externos como la riqueza, el éxito profesional o la estabilidad en las relaciones personales. Sin embargo, estudios han revelado que las circunstancias de vida solo explican alrededor del 10% de nuestra felicidad.
Esto significa que, aunque aspectos como el nivel socioeconómico, la salud y el entorno pueden influir en nuestro bienestar, su impacto es mucho menor de lo que solemos imaginar.
Ejemplo de ello son las investigaciones sobre la “adaptación hedónica”, un fenómeno que explica cómo las personas, después de un evento positivo o negativo, tienden a regresar a su nivel base de felicidad. Un ascenso laboral, la compra de una casa o incluso ganar la lotería pueden generar un aumento temporal en la satisfacción, pero con el tiempo, la emoción se desvanece y volvemos a nuestro estado habitual.
Lo mismo ocurre con las experiencias negativas: muchas veces, logramos adaptarnos y seguir adelante. Esto demuestra que, si bien el contexto tiene su importancia, la felicidad no depende exclusivamente de él.
La actitud: el mayor factor de cambio
Si la genética y el contexto no son los factores decisivos, ¿qué determina entonces la felicidad?
La respuesta se encuentra en la actitud y los hábitos de vida, que pueden representar hasta el 50% de nuestro bienestar. A través de pequeñas acciones diarias, podemos entrenarnos para desarrollar una mentalidad más optimista y resiliente.
Practicar la gratitud, por ejemplo, ha demostrado aumentar los niveles de felicidad de manera sostenida. Tomarse un momento cada día para reflexionar sobre lo positivo en nuestra vida cambia la forma en que nuestro cerebro percibe la realidad, haciendo que nos enfoquemos más en lo bueno que en lo malo. De igual forma, el ejercicio físico no solo beneficia la salud corporal, sino que también libera endorfinas, conocidas como las “hormonas de la felicidad”, que generan una sensación de bienestar.
Otro aspecto clave es el desarrollo de relaciones significativas. La conexión humana es uno de los pilares del bienestar emocional, y dedicar tiempo a fortalecer lazos con familiares, amigos y seres queridos tiene un impacto profundo en nuestra felicidad. La generosidad, la empatía y la amabilidad también han sido identificadas como prácticas que incrementan la sensación de plenitud.
Convertir la felicidad en un hábito
Si queremos hacer de la felicidad una parte esencial de nuestra vida, debemos abordarla como lo haríamos con cualquier otro hábito. Al igual que el ejercicio o una alimentación saludable, el bienestar emocional requiere constancia y compromiso. Pequeñas acciones repetidas a lo largo del tiempo generan cambios significativos en nuestra percepción del mundo y en nuestra calidad de vida.
El reto está en dejar de ver la felicidad como un destino o un premio que se obtiene al alcanzar ciertas metas y empezar a concebirla como un proceso diario. No se trata de ignorar los problemas ni de evitar las emociones negativas, sino de aprender a gestionarlas de manera efectiva y de encontrar en cada día razones para sentirnos agradecidos y satisfechos.
En última instancia, la felicidad no es algo que simplemente ocurre; es algo que se construye. Y cada persona tiene el poder de hacerlo, con la actitud y los hábitos adecuados. ¡Te invitamos a hacer de la felicidad tu mejor hábito!